Chupando cobre
Siempre he sabido que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza. A los seis o siete años, todos los días, antes de dormir, le pedía a mi madre que escondiera un pequeño adorno que había en casa, un horroroso calderito de cobre, el típico objeto de tienda de suvenires baratos o quizá incluso el regalo de un restaurante. Y se lo pedía no porque me incomodara la fealdad del cacharro, lo cual hubiera resultado un poco extraño pero en cierto modo distinguido, sino porque había leído en alguna parte que el cobre era venenoso, y temía levantarme sonámbula en mitad de la noche y ponerme a darle lametazos al caldero. No sé bien cómo se me pudo ocurrir semejante idea (con el agravante de que jamás he sido sonámbula), pero ya entonces hasta a mí me parecía un poco rara. Lo cual no evitó que pudiera visualizarme con toda claridad chupando el metal, y que, aterrada, durante cierto tiempo le pidiera a mi madre queporfavorporfavorno dejara de esconder el objeto en algún lugar recóndito, a ser posible un sitio distinto cada vez, para que me fuera imposible encontrarlo. Mi imaginación, como se ve, siempre ha galopado por su cuenta. Y mi divina madre asentía muy seria y prometía guardarlo bien guardado. Entendía a los niños de una manera mágica, y además ahora pienso que es probable que a ella le hubieran ocurrido cosas semejantes de pequeña. Porque también tenía una cabeza voladora.
Para colmo, cuando me hice adulta me enteré de que el cobre no es venenoso. O sea, no tan venenoso. Puede intoxicar, desde luego, pero en grandes y prolongadas dosis, y los primeros síntomas apenas son una diarrea y náuseas. Hubiera podido chuperretear el maldito caldero durante largo rato sin que ocurriera nada. Esto es algo que sucede muy a menudo: vas haciéndote mayor y un día de repente te enteras de que algo en lo que creíste firmemente en la infancia era una falsedad o una tontería. La vida es una constante reescritura del ayer. Una deconstrucción de la niñez.
Una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro, contra lo que la palabra parece indicar. De hecho, lo verdaderamente raro es sernormal. Una investigación del Departamento de Psicología de la Universidad de Yale (Estados Unidos), publicada en 2018, afirma algo que a poco que se piense es una obviedad: que la normalidad no existe. Porque el concepto de lo normal es una construcción estadística que se deriva de lo más frecuente. En primer lugar, que un rasgo sea menos frecuente no implica una anormalidad patológica, como, por ejemplo, ser zurdo (solo hay entre un 10 y un 17 % de zurdos en el mundo); pero es que, además, como el modelo ideal de individuonormalestá confeccionado con la media estadística de una pluralidad de registros, no debe de haber ni una sola persona en el planeta que atine un pleno en el conjunto de valores. Todos guardamos en el fondo de nuestro corazón alguna divergencia. Todos somos rarunos, aunque, eso sí, algunos más que otros.
Yo incluso diría que ser un poco más raro de lo habitual tampoco es infrecuente. De hecho, ocurre a menudo entre los creadores, dicho sea con minúsculas; entre los artistas de todo pelo, sean buenos o malos. De eso precisamente va este libro. De la relación entre la creatividad y cierta extravagancia. De si la creación tiene algo que ver con la alucinación. O de si ser artista te hace más proclive al desequilibrio mental, como se ha sospechado desde el principio de los tiempos: «Ningún genio fue grande sin un toque de locura», decía Séneca. O Diderot: «¡Cuán parecidos son el genio y la locura!». Y por genio, insisto, hay que entender todo tipo de individuo creativo, sea de la calidad que sea, porque estoy convencida de que el peor artista y el más sublime comparten la misma estructura mental básica. Ya lo señaló la formidable (y depresiva) Clarice Lispector: «La vocación es diferente del talento. Se puede tener vocación y no tener talento. Es decir, se puede ser llamado sin saber cómo ir».
Volviendo a la abundancia de manías entre los creadores, y por mencionar a modo de aperitivo tan solo unas cuantas, diré que Kafka, además de masticar cada bocado treinta y dos veces, hacía gimnasia desnudo con la ventana abierta y un frío pelón; Sócrates llevaba siempre la misma ropa, caminaba descalzo y bailaba solo; Proust se metió un día en la cama y no volvió a salir (y lo mismo hicieron, entre muchos otros, Valle-Inclán y el uruguayo Juan Carlos Onetti); Agatha Christie escribía en la bañera; Rousseau era masoquista y exhibicionista; Freud tenía miedo a los trenes; Hitchcock, a los huevos; Napoleón, a los gatos; y la joven escritora colombiana Amalia Andrade, de quien he recogido los tres últimos ejemplos de fobias, temía en la niñez que le crecieran árboles dentro del cuerpo por haberse tragado una semilla (lo encuentro bastante parecido a lamer cobre). Rudyard Kipling solo podía escribir con tinta muy negra, hasta el punto de que el negro azulado ya le parecía «una aberración». Schiller metía manzanas echadas a perder en el cajón de su mesa, porque para escribir necesitaba oler la podredumbre. En su vejez, Isak Dinesen comía únicamente ostras y uvas blancas con algún espárrago; Stefan Zweig era un obsesivo coleccionista de autógrafos y enviaba tres o cuatro cartas al día a sus personalidades favoritas para pedirles la firma... Por no hablar de Dalí, que siempre fue el rey de las extravagancias.
Pero yo creo que hay muchas otras personas que, aunque no se hayan dedicado de manera profesional al arte, son igual de imaginativas y de maniáticas. Recuerdo a la amiga de unos amigos, una mujer que parecía extraordinariamente serena y sensata; un día me explicó que siempre recogía los recortes de sus uñas y los guardaba en pequeñas cajas de cerillas, y que, cuando se divorció, le mandó una de esas cajas al exmarido. La historia me resultó tan chocante que la incluí en un artículo que publiqué en el diarioEl Paíssobre comportamientos peculiares, y para mi sorpresa me escribieron varios lectores que hacían lo mismo. Las rarezas abundan.
Por eso estoy segura de que mucha gente se ha debido de sentir identificada con la primera frase de este libro. Personas que se percibieron distintas e incluso inadecuadas desde niñas. Y es que no solo estamos hablando de manías más o menos inofensivas, como, por ejemplo, arrancarse y comerse los pellejos de los dedos (se llama dermatilomanía y yo la tengo), sino también de ese vasto, impreciso, temido y tenebroso territorio interior que solemos denominar locura. Un nombre poco atinado y retumbante.
Más de trescientos millones de personas sufren depresión en el planeta y lo peor es que la incidencia parece ir en aumento (el número total de los afectados subió un 18 % entre 2005 y 2015). Cerca de 800.000 personas se suicidan cada año (en España, casi 4.000). El 1 % de los humanos desarrollará alguna forma de esquizofrenia a lo largo de su vida y el 12,5 % de los problemas de salud mundiales se deben a enfermedades psíquicas, una cifra mayor que la del cáncer o las dolencias cardiovasculares. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada cuatro personas que hay en la Tierra padecerá en algún momento de su existencia un trastorno mental. Son cifras impactantes, pero aún son peores las que se refieren al estado psíquico de los artistas, y en especial de los escritores, que al parecer nos llevamos la palma en chifladuras. Sí, ya sé que cuando hablamos de creadores dementes todos pensamos de manera instantánea en la sanguinolenta oreja de Van Gogh, pero diversos expertos coinciden en señalar que los artistas plásticos sufren menos desequilibrios y los músicos muy pocos, mientras que quienes nos dedicamos a juntar palabras tendemos más al descalabro mental. Según un célebre estudio de la psiquiatra Nancy Andreasen, de la Universidad de Iowa (Estados Unidos), los escritores tienen hasta cuatro veces más posibilidades de sufrir un trastorno bipolar y hasta tres veces más de padecer depresiones que la gente no creativa. Eso sí, también atribuye a los autores unas altas dosis de fogosidad, entusiasmo y energía, por paradójico que esto parezca (atención al dato: es importante y volveremos a ello). Otros investigadores, como Jamison y Schildkraut, sostienen que entre el 40 y el 50 % de los literatos y artistas creativos sufren algún trastorno de ánimo. Es como jugar a la ruleta con una bola emplomada: tienes muchas posibilidades de que te toque.
A mí ya me tocó. Formo parte de la estadística general, de ese 25 % de personas que sufrirán algún problema mental a lo largo de su vida, y también, por consiguiente, de la estadística particular de los escritores chiflados. He sufrido ataques de pánico desde los diecisiete hasta los treinta años, no todo el tiempo, por fortuna, porque hubieran sido bastante inhabilitantes, sino articulados en torno a tres periodos, cada uno de un año o año y pico de duración: el primero, como digo, a los diecisiete; otro, a los veintiuno; el último, a los veintinueve. Lo mío, en fin, no es la depresión, sino la angustia. Pero cuando dices que has sufrido crisis de angustia, la gente que no ha navegado por ese mar oscuro no entiende de lo que hablas. Creen que te refieres a estar estresada, a preocuparte demasiado por algo, a reconcomerte la cabeza. Veo cómo me miran y piensan: ah, vaya, eso también me ha sucedido a mí alguna vez. Pero no, no les ha sucedido. Un ataque de pánico es otra cosa. Es una dimensión desconocida, un viaje a otro planeta. El trastorno psíquico es un súbito e inesperado rayo que te fulmina. Su devastadora llegada tiene cierta semejanza con los accidentes domésticos graves. Imaginemos, por ejemplo, un resbalón y una caída en el baño que te quiebra la espalda: un segundo antes, tu vida era normal y vertical, indolora y secuencial, venía del pasado y se proyectaba hacia tu pequeño y próximo futuro (ducharte, vestirte e ir a trabajar, o bien lavarte los dientes y meterte en la cama), y un segundo después, sin preverlo ni pensarlo, resulta que te encuentras horizontal y rota, atónita, indefensa, lacerada por un dolor indecible, borrada de tu vida y de tu realidad por mucho tiempo, o incluso para siempre, si la lesión es importante. Pues bien, de esa misma manera se abate sobre ti la crisis mental. Parece venir de fuera y te secuestra.
La primera vez yo me encontraba a solas en el comedor de la casa familiar; debían de ser las once de la noche y estaba mirando sin mucho interés la televisión, quizá porque no tenía ganas de terminar de recoger la mesa, como era mi obligación. Mi padre debía de estar acostándose; mi madre, en la cocina; mi hermano mayor, a saber dónde. Y entonces sucedió: la habitación empezó a alejarse de mí, el mundo entero se achicó y se marchó al otro lado de un túnel negro, como si yo estuviera mirando la realidad a través de un telescopio. Y junto con la anomalía visual llegó el terror, una ola de pánico indecible, un miedo puro y duro de una intensidad que jamás había experimentado antes y que además no tenía ninguna causa aparente. «Lo peor era la sensación de terror constante sin tener ni idea de a qué tenía miedo», dice el psicólogo Andrew Solomon sobre una depresión que padeció. Yo tampoco sabía por qué estaba asustada, pero me sentía a punto de morir de espanto. El cuerpo me temblaba con violencia y los dientes castañeteaban, y para colmo unos segundos después se sumó otro miedo, este sí ya con causa: el convencimiento de estar loca. Pues de qué otra manera se podía entender lo que me estaba pasando.
Virginia Woolf sufrió su primera crisis mental a los trece años. Iba caminando por un sendero y se topó con un pequeño charco: «Por alguna razón que fui incapaz de averiguar, todo de repente fue irreal y quedé en suspenso, no podía saltar el charco [...]. El mundo entero se volvió irreal». Ese mismo día, por la noche, mientras se estaba bañando con su hermana Vanessa, sucedió de nuevo: «El horror volvió, no dije nada, no podía explicarlo, ni siquiera a Nessa, que se estaba frotando con la esponja al otro lado de la bañera». Virginia habitaba en el penoso territorio de la psicosis; en sus crisis, escuchaba a los pájaros cantar en griego clásico y creía ver agazapado entre los arbustos de su jardín al rey Eduardo diciendo marranadas; fue hospitalizada repetidas veces e intentó suicidarse en varias ocasiones, la primera tirándose por una ventana que resultó demasiado baja, luego tomando veronal y la última y definitiva, a los cincuenta y nueve años, llenándose los bolsillos de piedras y ahogándose en el río Ouse. Quiero decir que, para mi fortuna, mis trastornos mentales son infinitamente menos graves que los suyos. Y, aun así, la descripción de ese momento fundacional, del instante en que el mundo cambió para no volver a ser nunca jamás igual, de la irrupción de la negrura, es extraordinariamente parecida a lo que yo viví. La sensación de que algo te asalta desde el exterior, como si un gigante te hubiera dado una patada que te arrojara fuera de la vida; la incomprensión de lo que está pasando; la incapacidad para poner palabras a lo indecible; la pérdida de contacto con la realidad (atención a esto último: volveremos sobre ello y es esencial). Sé muy bien de lo que habla Virginia. Yo también estuve allí.
Al principio crees que no vas a regresar jamás a la normalidad, que vas a estar atrapada para siempre en esa torturada dimensión de pesadilla, pero en realidad las crisis de pánico duran unos cuantos minutos y luego se van disolviendo. No del todo, desde luego. Siempre te queda el miedo al miedo (terror absoluto a volver a caer por el agujero) y una vaga sensación de enajenación e irrealidad que se pega a ti como un sudario. En las épocas peores no te atreves a ir a reuniones sociales, a salir a la calle o a conducir por si se repite; no soportas ver la televisión o ir al cine porque la falta de fiabilidad del mundo parece incrementarse. Por supuesto, vuelves a tener otros ataques, en mi caso cada vez más espaciados, y al cabo de año o año y medio más o menos recuperas tu vida. Hasta el siguiente periodo de oscuridad. En la España de entonces, y en mi modesta clase social, ni mis padres ni yo pensamos en acudir a un psiquiatra. He superado los tres periodos de crisis de pánico a pelo, sin tomar un solo ansiolítico, cosa que lamento (¡viva la química!). Eso sí, tras mis primeros terrores decidí cursar la carrera de Psicología en la universidad para intentar entender qué me pasaba. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que esto es lo que hacen la mayoría de los psicólogos y una buena parte de los psiquiatras: meterse en la profesión porque creen que están chiflados. Lo cual no tiene por qué ser negativo, porque aporta una empatía única con los pacientes.
Y es que, si no has estado allí, no puedes ni siquiera imaginar de lo que hablo. Mi madre, con su percepción extrasensorial, me aconsejó no tomar café, cosa que, a falta de ansiolíticos, sigue pareciéndome una medida razonable. Ensalzo su percepción porque ella intuyó lo que me pasaba sin que yo dijera nada, ya que, como ha dejado claro Virginia Woolf, cuando sufres un trastorno mental, lo primero que te es arrebatado es la palabra. Y con esto llegamos al núcleo abrasador de lo que llamamoslocura. Estar loco es, sobre todo, estar solo. Pero estoy hablando de una soledad descomunal, de algo que no se parece en absoluto a lo que entendemos cuando decimos la palabrasoledad. Aún no se han inventado las letras que puedan contener y describir una soledad así. Intenta imaginarlo: ya he dicho que la realidad se va al otro lado de un túnel, que es lo mismo que decir que tú te alejas de la realidad y pierdes todo contacto. De repente ya no perteneces a la raza humana; eres un alienígena, el único alienígena que conoces, desgajado de golpe de la piel del mundo. ¿Cómo vas a explicar lo que te sucede, a quién, con qué palabras, en qué lengua marciana que aún ni siquiera has aprendido? Somos animales sociales; la ruptura radical de todo nexo con los demás es sencillamente insoportable. Intenté describir esta soledad que no cabe en la palabrasoledaden un congreso de psicólogos y psiquiatras, y algunos, muy torpes (se ve que eran de los que no se metieron en la profesión por sus chifladuras), cabeceaban muy sabihondos diciendo que sí, que bueno, que era como la soledad existencial ante la muerte. Pues no. No es eso. Obviamente aún no he atravesado esa última puerta, pero he acompañado en unos cuantos viajes. Morir forma parte de la vida. Morir es un hecho sumamente humano. Mueres solo, sí, tal vez con tu pena y tu miedo, pero mueres sabiendo que lo hacemos todos; es cumplir una vez más el destino común. Esa realidad la han experimentado todos los individuos desde el principio del mundo. Mientras que la locura, por el contrario, te hace creer equivocadamente que lo que estás viviendo solo lo has experimentado tú. Que no hay nadie con quien puedas hermanarte. Sentirte loco es sentir que de algún modo ya no perteneces a la especie humana.
En la Universidad Complutense de Madrid me enteré de que sufría crisis de pánico, y de que era un trastorno neurótico de lo más común, algo así como la gripe de los desequilibrios mentales. También descubrí que, aunque no eres consciente de ello, el miedo, en última instancia, es miedo a la muerte, pero está tan sepultado por el terror ciego que no llegas a distinguir lo que te aterroriza. Y se llega a sufrir tanto que en algunos momentos hasta preferirías estar muerto, un perfecto ejemplo de razonamiento cortocircuitado: te espanta la muerte y para no sufrir ese espanto escogerías morir. En mi caso hablo tan solo de una vaga sensación de alivio ante la mera idea de la no existencia, porque jamás tuve pensamientos suicidas reales; pero creo que en la gente que termina atentando contra su vida pueden darse unos nudos mentales parecidos. Por cierto: según un estudio sueco, los escritores tienen un 50 % más de posibilidades de suicidarse que la población general.
Los problemas psíquicos son muy variados y de muy distinta gravedad. Hay angustias, paranoias, trastornos obsesivos compulsivos, trastornos bipolares, psicosis... A mí, en esta lotería de cerebros raros («desde que soy adulto me he visto como una persona un poco más neurótica de lo normal», dice Emmanuel Carrère) me ha tocado un dulce, un premio, un tesoro. Una dolencia mental leve y no incapacitante de la que en realidad estoy muy agradecida, porque me permitió conocer una parte de la existencia de una vastedad y una intensidad sobrecogedoras. Repito: si no has estado allí, en el territorio de la locura, no puedes ni imaginar lo que es. Mis ataques de pánico han sido como una excursión razonablemente segura y sin verdadero peligro al otro lado del turbulento río de la psicosis.Take a walk on the wild side, como decía Lou Reed, que recibió electrochoques en su adolescencia y que, cuando le entrevisté paraEl País, me contó con toda naturalidad cómo una voz que venía de los asientos traseros de su coche vacío le aconsejó un buen día que dejara las drogas. Sí, date un paseo por el lado salvaje. Yo he ido, he visto y he vuelto. He conocido y comprendido, me he hecho más empática y más sabia. Por eso puedo entender de lo que habla Virginia Woolf.
Le pasó lo mismo a la neozelandesa Janet Frame, una escritora a la que adoro, no solo por sus textos, sino por el luminoso coraje con el que vivió su durísima vida y por lo buena persona que debía de ser (basta con leer su autobiografía,Un ángel en mi mesa). Diagnosticada de manera errónea como esquizofrénica, Janet fue internada en un psiquiátrico desde los veintidós hasta los treinta años, primero voluntaria y luego forzosamente. Le aplicaron numerosos electrochoques e incluso estuvieron a punto de hacerle una lobotomía (más adelante contaré la fascinante manera en que se libró de que le rebanaran parte del cerebro). Pero consiguió quitarse de encima la etiqueta de psicótica y se las apañó para vivir autónoma y productivamente hasta la respetable edad de setenta y nueve años. Pues bien, Janet recordó aquellos tiempos tenebrosos con estas palabras: «Yo habitaba un territorio de soledad que se parecía al lugar en el que permanecen los moribundos mientras llega la muerte y del que, si alguno regresa vivo al mundo, trae consigo inevitablemente un punto de vista único que es una pesadilla, un tesoro y una posesión para toda la vida». Sí, incluso ella, tan maltratada, consideraba que haber visto el infierno, y haber salido, es, además de un horror, un privilegio.
Tras la muerte de mi madre en plena pandemia, no de COVID sino de vejez, encontré, revisando sus papeles, un sobre amarillento con una cuartilla dentro escrita a máquina. Era un informe médico mío de cuando yo tenía dos años y tres meses, hecho por el doctor Alonso Muñoyerro, a la sazón director del Instituto Provincial de Puericultura de Madrid y al parecer toda una eminencia (mis padres le admiraban muchísimo). En una tipografía desigual y emborronada, el informe decía: «Constitución espasmofílica (tetania latente). Antecedentes de falso crup. Mejor diría yo espasmo de glotis. Régimen de alimentación: no tomará mucha leche esta niña, si acaso por la mañana en desayuno, porque en los niños espasmofílicos acentúa su espasmofilia. No tomará café, ninguna clase de alimentos fuertes. Paracalcina en comida y cena una cucharadita pequeña».
Lo de no tomar café teniendo yo dos años me dejó bisoja, pero aparqué el asunto hasta más tarde para lanzarme de inmediato a googlear los términos médicos. Y ahora viene lo bueno.
La tetania es una enfermedad que causa espasmos y contracciones y que está originada por una hipocalcemia, es decir, por un nivel bajo de calcio en la sangre. Hasta aquí, aburrido y normal. Pero un momento, que la cosa empieza a ponerse más entretenida: la tetania puede llegar a producir depresiones, alucinaciones y ansiedad. Y ahora agárrate, porque la espasmofilia, que al parecer es un término un poco anticuado, es definida por diversas páginas médicas de la siguiente manera:
«La vulnerabilidad al estrés y la inestabilidad fisiológica y psicológica son las principales características de la espasmofilia.»
«La espasmofilia es una hiperreacción al estrés.»
«El principal síntoma de la espasmofilia es un ataque de pánico asociado a una hiperventilación. También es habitual que haya dolores de cabeza y migrañas.»
Y lo que yo me pregunto ahora es: ¿cómo demonios pudo ver ese médico, que más que una eminencia debía de ser adivino, que ese botón de carne que es una niña de dos años va a sufrir ataques de pánico, gestionar el estrés de manera calamitosa y hasta tener migrañas? (he padecido terribles jaquecas hemicraneales desde los doce a los cincuenta y cinco años). ¿Y para qué me han servido los tres tratamientos psicoanalíticos que he hecho en diversas etapas de mi vida, el tiempo y el dinero, si este señor ya lo había visto todo de una sola ojeada y siendo yo un bebé? Ahora entiendo su recomendación de no tomar café como una precaución para toda mi vida (supongo que preveía una condición duradera) y de hecho resuena curiosamente en el consejo que me daría años después mi madre.
En mi época de la universidad, en los últimos años del franquismo, la vieja disputa sobre qué era lo que más influía en el ser humano, si el ambiente o la herencia, se resolvía por goleada a favor del ambiente: eran tiempos en los que la intelectualidad estaba sumamente marcada por el marxismo. Ahora nos hemos pasado en bloque al extremo contrario y todo es biología y genética. A mí no me cabe la menor duda de que, en efecto, la influencia fisiológica es tremenda, como demuestra la anécdota de la maldita espasmofilia: sin duda determinados desequilibrios hormonales, químicos, sinápticos, producen una serie de síntomas claramente diagnosticables en un bebé que pueden estar asociados a otras patologías venideras. Hasta el siglo xix, las dolencias mentales se consideraban una enfermedad más del cuerpo; en el mundo clásico, estaban causadas por un exceso de bilis negra. La idea de que el trastorno psíquico es algo misterioso y etéreo que no tiene que ver con el resto del organismo ha imperado durante apenas un par de siglos, pero ha hecho mucho daño. «Hasta 1990 fue habitual clasificar las enfermedades psiquiátricas entre orgánicas y funcionales, como si el cuerpo y la mente fueran cosas distintas», dice el premio nobel de Medicina Eric R. Kandel. Y no, desde luego que no lo son.
Kandel también dice esto: «Al parecer, todas las alteraciones psiquiátricas surgen cuando ciertas partes de la circuitería neuronal —algunas neuronas y los circuitos en que se encuentran— son hiperactivas, están inactivas o son incapaces de comunicarse de modo eficaz». Se trataría, por lo tanto, de una especie de fallo en el cableado neurológico, aunque aún no se sabe si esto puede ser por un defecto genético, por microscópicas fracturas o por alteraciones en las sinapsis (la conexión entre las neuronas). No cabe duda, pues, de que, en lo que llamamos locura, siempre hay una base biológica, química, eléctrica. Pero lo que complica la cosa es que hay influencias externas que alteran nuestra biología. Las circunstancias sociales, por ejemplo, pueden hacernos producir demasiado cortisol, que es la principal hormona del estrés. Si estamos muy angustiados durante mucho tiempo, el cortisol puede alcanzar unas concentraciones excesivas y destruir las conexiones entre las neuronas del hipocampo, una parte del cerebro muy importante para la memoria, y del córtex prefrontal, que regula la voluntad de vivir e influye en la toma de decisiones. «Las carencias sociales o sensoriales durante los primeros años de vida dañan la estructura del cerebro —sigue diciendo Kandel—. De manera similar, necesitamos la interacción social para seguir siendo inteligentes en la vejez.» Y el neurocientífico David Eagleman cuenta en su libroIncógnitoque los expertos están buscando el gen relacionado con la esquizofrenia desde hace décadas y, en efecto, han descubierto unos cuantos. Pero varios estudios demuestran que ninguno de esos genes te predispone tanto a sufrir dicha enfermedad como el color de tu pasaporte: «La tensión social de ser emigrante en un nuevo país es uno de los factores fundamentales para padecer esquizofrenia». De modo que sí, la genética es esencial, pero también el ambiente.
Estos temas me han interesado desde siempre, pero desde que decidí escribir un libro sobre creación y locura me puse a leer sobre el asunto como una posesa. Llevo unos tres años sepultada bajo decenas de volúmenes no solo de psicólogos, psiquiatras y neurólogos, sino también de escritores más o menos oficialmente majaras, o de suicidas, o de autores que escriben sobre el oficio de escribir, o de especialistas raros que hablan de la relación de los artistas con las drogas y cosas así. Para no convertir la lectura de este libro en un continuo tropezón insoportable, no estoy incluyendo en mi texto casi ninguna de las fuentes de lo que digo; todas están recogidas al final del volumen y espero que queden claras mi gratitud y mis deudas. Es una lista muy larga pero te recomiendo encarecidamente que la leas hasta el final: la perseverancia tiene su recompensa.
Esta inmersión en el tema, esta zambullida en las aportaciones de los otros y en el autoanálisis de mi propia cabeza agujereada ha sido una experiencia emocionante. He aprendido muchísimo y hasta he creído descubrir algunas cosas para mí importantes. Pero tengo tal tormenta de datos y de ideas en el cerebro que comenzar la escritura en ordenador del libro ha sido más difícil para mí de lo habitual. Debo confesar que llevaba semanas procrastinando (o, para decirlo con otra preciosa palabra muy española, trasmañanando); en realidad tengo varias pilas de libros sobre el tema aún sin leer, y bien podría haber seguido estudiando y tomando notas el resto de mi vida sin pasar nunca a la acción. Textos no me faltarían, desde luego. Y tentaciones tuve.
Siempre da un poco de miedo sentarte por fin ante el ordenador y comenzar la fase de escritura formal, por así decirlo. Escribir es sin duda reescribir; haces y rehaces cien veces el mismo párrafo, y en ocasiones tiras un capítulo entero a la basura y lo vuelves a redactar con cambios importantes. Pero lo cierto es que una vez que has escrito una idea o una escena, esa imagen ya queda de algún modo atrapada por la realidad, manchada por la forma que le diste. Ya nunca volverás a ser tan libre en la búsqueda de una expresión exacta como cuando la historia todavía no había salido al mundo y se limitaba a dar vueltas en tu imaginación, virgen aún de palabras concretas. Recuerdo que en un catecismo de mi infancia decían que el alma era como una tablilla de madera fina y bien barnizada, y que los pecados eran clavos que insertabas en ella; tras la confesión y la absolución, los clavos se arrancaban, pero la tablilla se iba destrozando con tanto agujero. Yo no creo en el alma, pero sí en la volubilidad de las musas. Quiero decir que a veces estás más inspirada y a veces, menos; en ocasiones se produce una suerte de magia y te descubres escribiendo mejor de lo que sabes escribir. Pero en otros momentos es como si te hubieran tapado los ojos y anduvieras ciega, y entonces aporreas el ordenador, y le das una forma torpe a tus ideas, feos clavos que, aunque luego los quites, dejarán heridas permanentes en la tablilla.
Cuenta Jean Cocteau que experimentó una especie de iluminación con su mejor obra,Los niños terribles: «Las últimas páginas se inscribieron de pronto una noche, en mi cabeza [...]. Me sentía dividido entre el miedo de perderlas [si no las apuntaba] y el de tener que hacer un libro que fuera digno de ellas». A veces la cabeza escribe por sí sola de maravilla. A veces la oscuridad de tu cráneo se ilumina como en el estallido de una supernova. Ahí está toda esa energía y ese polvo de estrellas girando y danzando y emitiendo la música de las esferas, el poderoso sonido de la creación del mundo. Y tú tienes la intuición de que la obra total queda cerca, muy cerca, casi al alcance de tus dedos, ese texto esencial que te revelaría el sentido de la vida y al que por desgracia jamás llegarás. Cuanto más te gusta la idea de lo que vas a escribir, más miedo te da no estar a la altura de tu musa. Merodea siempre la obra, como también merodea la locura. La cuestión es saber quién termina ganando.